El excapitán de la selección inglesa de fútbol David Beckham dijo que fue a las 2 de la mañana pensando que no habría tanta gente, pero se topó con otras miles de personas que esperaban en largas filas para dar el último adiós a la reina Isabel II, en su capilla ardiente en Londres.
Frente a los restos de la reina, a la que calificó de “especial”, el exjugador del Manchester United y el Real Madrid inclinó sobriamente la cabeza y se secó una lágrima.

“Este día siempre iba a ser un día difícil”, dijo al canal Sky News.
“Es muy emotivo, y el silencio y la atmósfera en la sala son muy difíciles de explicar, pero todos estamos aquí para dar las gracias a su majestad por ser tan amable, cariñosa y reconfortante a lo largo de los años”, dijo Beckham a un grupo de periodistas.
Todos miran al piso
Miles de personas han desfilado por su capilla ardiente y otras tantas seguían haciendo una kilométrica cola con la esperanza de poder ver su féretro antes del funeral de Estado y entierro previstospara el lunes 19 de septiembre.
Cada 30 minutos, el silencio y la afluencia de gente se interrumpe por el cambio de los guardias -de tres unidades ceremoniales diferentes- que guardan cada lado del féretro.
Con dos fuertes golpes de vara, un guardia indica que es el momento que diez nuevos miembros de los Caballeros de Armas, los Alabarderos y la Compañía Real de Arqueros, hagan su aparición, deteniendo la fila.
Mientras marchan al ritmo de un traqueteo sobre el antiguo suelo de piedra para reemplazar a sus compañeros, la multitud parece paralizada por la centenaria pompa.
Los Caballeros de Armas más veteranos van ataviados con cascos con penachos de plumas de cisne blancas y capas rojas con faldones y puños de terciopelo azul.
Los también coloridos Alabarderos llevan sus característica banda cruzada desde el hombro izquierdo, que lo distinguen de sus homólogos “Beefeaters” que custodian la Torre de Londres.
Al poco tiempo, todos están en su puesto de nuevo, junto a los agentes de policía con guantes blancos. Y la solemne escena vuelve a quedar en silencio.
Un par de asistentes retiran y recogen la cera que ha caído sobre los soportes que albergan cuatro parpadeantes cirios colocados en cada esquina del podio.
La fila de dolientes puede volver a fluir.
Las miradas se centran en el féretro situado en un catafalco púrpura, en lo alto de un zócalo de cuatro peldaños, y cubierto por el estandarte real, la corona imperial y el cetro, símbolos del poder real.
La afluencia de las personas, de todas las edades y orígenes, no ha cesado desde la llegada del féretro el miércoles por la tarde.
Dentro de la sala de techo de madera, que en el siglo XVII acogió los juicios de Guy Fawkes –católico inglés que intentó hacer estallar el Parlamento– y del rey Carlos I, la kilométrica fila se divide en cuatro.
En medio del digno silencio que impregna el espacio, donde unos pocos sonidos de la madrugada se filtran, una serie de pequeños y conmovedores gestos se suceden a medida que la gente llega ante el ataúd.
Una mujer de mediana edad se inclina. Otra intenta una genuflexión completa. Los hombres que lucen anticuados sombreros se los quitan. Muchos se santiguan.
Los militares veteranos con sus medallas a la vista se mantienen erguidos y orgullosos durante varios segundos.
Para algunos, el momento es simplemente abrumador y rompen a llorar. Algunas parejas se consuelan mutuamente mientras se dirigen a la salida, cogidos de la mano o abrazados. (I)